Esos instantes escasos

 © José Manuel Navia, para el nº 272 de la revista LITORAL: “La felicidad”

Esos instantes escasos

 

          «Para un fotógrafo, escribir algo verdaderamente profundo sobre la fotografía equivale a decir algo profundo sobre la propia vida. Es una tentación que conviene evitar cuidadosamente a menos que uno sea una persona de edad, un escritor excepcional o un personaje de fascinante personalidad. Puesto que yo no pertenezco a ninguna de tales categorías, es mi opinión que en este orden de cosas resultarán suficientes unas cuantas reflexiones, ciertamente poco profundas y expuestas en estilo llano.»

 

Así comenzaba, hace no pocos años, el fotógrafo alemán Thomas Höpker un texto sobre su propio trabajo. Milagrosamente ha acudido en mi auxilio cuando me disponía a redactar estás líneas sobre la felicidad y la fotografía. Bien está prevenirse de cualquier tentación de perder contacto con el suelo, so pena de perder la noción de nuestra propia estatura, según machadiano consejo. Y es a todas luces evidente que de los tres requisitos a los que se refiere Höpker como condición para ponernos en modo profundo, no cumplo ni el segundo ni el tercero, y en cuanto al primero, si bien es verdad que estoy más cerca, prefiero pensar que aún me falta mucho… Por ello, intentaré hilvanar unas cuantas reflexiones en torno al tema que nos ocupa, aunque a veces pueda parecer que me olvido de él, o dicho coloquialmente, que pierdo el hilo.

 

Creo que en mi vida de fotógrafo, es decir, en mi vida, pues como bien apunta el alemán, oficio y vida son la misma cosa para muchas de las personas que nos dedicamos a esta alquimia de la toma de imágenes mediante la cámara oscura—«gambusinos de la nada», nos llamó Álvaro Mutis—, he intentado que mis ambiciones fuesen siempre intencionadamente moderadas y por ello mis resultados necesariamente modestos. Pero otra cosa son los sueños, pues como nos enseñó el más humilde de los poetas más grandes, Fernando Pessoa (acaso él preferiría que dijésemos Álvaro de Campos): «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, albergo en mí todos los sueños del mundo».

 

Creo que el mayor regalo que me ha hecho la vida ha sido no haber perdido nunca de vista aquellos primeros sueños que un día, a decir de mi familia, me llenaron de pájaros la cabeza cuando, apenas adolescente, fantaseaba en el cuarto oscuro improvisado en la alhacena de la vieja casa familiar, en la madrileña corrala donde nací, bajo el influjo narcótico de la luz roja y los olores a revelador y fijador, con un futuro dedicado a la fotografía en cuerpo y alma, actividad que me había enganchado como verdadera droga dura… ¿Cabía mayor y mejor sueño que el de poder ganarme la vida andando por el mundo con una cámara, dedicado al oficio más hermoso, el oficio de mirar? ¿Cabía mayor felicidad? Desde entonces nunca he querido ni sabido renovar aquellos sueños iniciales; es más, creo que ese continuo actualizar los sueños es la mayor trampa que podemos y solemos hacernos los adultos. Primero, nuestro sueño es poder dedicarnos a lo que nos gusta, o incluso nos apasiona, luego alcanzar reconocimiento, luego fama, dinero, luego… ¿hasta dónde? No, no vale. Ese soñar y soñar ansioso tiene más que ver con la insatisfacción que con la ilusión, y más con la infelicidad, tan presente en estos tiempos en los que tanto tenemos y tanto necesitamos precisamente para seguir siendo infelices. Tal vez por eso, por haber mimado aquellos sueños primigenios, bien podría hacer mías las palabras que escribió Joseph Conrad cuando sentía que había pasado el ecuador de su vida y un acontecimiento impactante le animó a echar la vista atrás: «Durante un instante había contemplado fríamente la vida de mi elección. Se habían esfumado sus ilusiones, pero permanecía su fascinación». ¿Tendrá que ver esta fascinación con la felicidad?

 

Wittgenstein, en su célebre «Conferencia sobre ética», la única que dictó en su vida —y en la que por cierto afirmó una vez más aquello de que ética y estética son la misma cosa—, al comenzar hace dos salvedades especialmente acertadas: la primera atañe al lenguaje, a las dificultades del lenguaje, y la segunda a las falsas expectativas que pueden albergar quienes hayan acudido a escucharle. En cuanto a lenguaje, su primera dificultad consiste en que él se expresará en inglés, siendo su lengua materna el alemán. Y si ya pasar de una lengua a otra encierra una clara dificultad, ¡qué podemos decir cuando pasamos de un lenguaje a otro!, del lenguaje de las palabras, ese que de algún modo es intrínseco a nosotros mismos y nos hace propiamente humanos, al lenguaje de las imágenes, si es que tal cosa puede ser así llamada. Nos gusta decir que la fotografía es un lenguaje, pero ¿qué tipo de lenguaje? Podríamos decir que es un lenguaje un tanto raro, muy antiguo, un lenguaje que no dice, sino que muestra…vale, pero ¿no es verdad que eso que nos muestran las fotografías en muchas ocasiones también nos dice mucho? Como siempre, hemos desembocado en esa diferenciación muy wittgensteniana entre el decir y el mostrar. Digamos con el maestro anglo-austriaco que lo que de verdad importa en la vida no se puede decir, sino que sólo se puede mostrar—él se refiere, obviamente, a los asuntos de la ética y la estética—, y así las gentes de la fotografía quedaremos especialmente satisfechas, pensando que servimos para algo en nuestro afán obsesivo por mostrar y, en ese mostrar, mostrarnos inevitablemente a nosotros mismos. Pero ojo, que en este ejercicio estético que es el mostrar, la ética está ahí presente, no lo olvidemos.

 

Y ¿no será esa dichosa ética, tan poco posmoderna por cierto, la que viene a fastidiarnos la felicidad? O, a sensu contrario, ¡olvidémonos de la ética y vivan la alegría, la risa o incluso la farra! Porque a lo mejor aquí está el meollo de la cuestión, en esa confusión tan habitual entre felicidad y alegría. Y no porque tenga nada en contra de la alegría, sentimiento tan saludable y necesario, bien al contrario, pues yo mismo paso habitualmente por ser una persona alegre, y creo serlo. Bien es verdad que otra cosa es mi fotografía, calificada como triste con no poca frecuencia. Y así hemos llegado a la confusión tan frecuente en el mundo de la imagen entre denso/oscuro igual a triste, y claro/luminoso igual a alegre. ¿Estamos seguros de que esto siempre es así? Tal vez deberíamos preguntarnos de dónde viene ese miedo, tan de nuestra cultura, a lo oscuro, o ese horror al vacío, y echar un poco la vista en dirección a oriente. (La relectura de El elogio de la sombra de Tanizaki no estaría mal). O, sin salirnos de nuestro medio, mirar la historia de la fotografía con ojos abiertos y disfrutar de aquellas densidades de los grandes maestros, de Atget, de Strand, de Dorothea Lange, de Eugene Smith…Disfrutar en sus exposiciones de unos tirajes que podríamos denominar sin complejos, de negros profundos y fuertes contrastes. Incluso los de la mismísima Diane Arbus, aunque me temo que citar a Arbus en un texto sobre la felicidad puede parecer ya casi una afrenta. Aún recuerdo mi sorpresa, por no decir estupefacción, cuando en su gran exposición antológica, Revelations, pudimos comparar sus tirajes de época, hechos por ella, con otras fotografías de las mismas series copiadas a posteriori para dicha exposición. La diferencia de densidades era sorprendente; las copias actuales eran más claras, más suaves, lo que se suele denominar en el argot más lavadas; en definitiva, más como ahora se llevan. ¿Por qué los responsable de los tirajes actuales no tomaron como referencia los realizados por la propia autora en vida? Ella sabría lo que quería, ¿no? Aunque no me extrañaría que haya quien piense que la equivocada era la propia fotógrafa. Es una sensación que tengo con frecuencia en muchas exposiciones retrospectivas, cuyas copias se adaptan a las modas actuales, como si hubiera que alegrar y suavizar lumínicamente oscuras tristezas pretéritas. Hacer esto con las fotografías es como coger un texto de un autor del pasado y adaptarlo a los usos lingüísticos de hoy. Y donde Cervantes, por ejemplo, pone rocín, ponemos nosotros caballo sin más (¿quién usa hoy día la palabra rocín?) y así nos cargamos de paso las connotaciones que dicha palabra encierra, pues un rocín no es un caballo cualquiera, sino uno tan destartalado como corresponde a su ingenioso amo.

 

Llegados a este punto no veo otro camino que recurrir, como siempre, a los griegos. Y quién mejor para guiarnos que el maestro Emilio Lledó, en un libro de título provocativo y muy al caso: Elogio de la infelicidad, que finalmente es todo un canto a su contrario. Para los griegos hay dos conceptos fundamentales, ambos de carácter ético: felicidad y excelencia. La felicidad (eudaimonía) es una forma de experiencia y en un principio significaba tener más que los otros. Sería, como bien afirma Lledó, un poseer más bienes materiales para enfrentar mejor las vicisitudes del porvenir. Algo así como un antecedente de nuestra desquiciada sociedad de consumo. Pero en seguida la cultura griega transmutó democráticamente el concepto de felicidad, y ese tener más se convirtió en ser más. Del mismo modo que la felicidad evolucionó del tener al ser, es decir, pasó al ámbito de la virtud, de forma que sólo podría alcanzar la felicidad la persona virtuosa, el significado de excelencia (areté) evolucionó hacia el concepto de bondad, pero en el sentido de lo que es bueno, de lo que sirve. Además la areté no es hereditaria, sino que se puede enseñar y ese será el fin de la educación. «Esta sencilla tesis provocó una verdadera revolución moral e intelectual», afirma Lledó, quien también nos hace notar el hecho de que el héroe de la Odisea elige los sufrimientos del retorno, del nóstos, y en definitiva la vejez y la finitud, en vez de los placeres y la inmortalidad que le ofrecía Calipso. Pero lo fundamental es el hecho de poder elegir, el concepto de elección, la proaíresis, que según Aristóteles es el verdadero motor de la democracia. Elegir entre la muerte y la inmortalidad no solo es una ficción, sino que es algo peor, «supone una distorsión esencial en el orden de los deseos». Elegir la mortalidad es lo esencialmente humano, y esta elección atañe a la virtud, y consecuentemente, a la felicidad, aunque hoy nos suene extraño; sin embargo la oferta de Calipso es finalmente la raíz de todas las alienaciones y engaños. Y temo que en esas andamos, entre alienaciones y engaños, como si en todo este tiempo no hubiésemos aprendido nada.

 

Pese a todo, creo que la fotografía es un magnífico camino hacia la felicidad para quienes la practicamos y también para quienes la leen o contemplan. ¿Tendrá esto que ver con la memoria? Sin duda. Pero sobre todo tiene que ver con la vida, con la vida vivida de primera mano. Para la escritora estadounidense Annie Dillard «el hecho de abrir los ojos y contemplar es una recompensa. (…) Es al mismo tiempo receptividad y concentración. Esos instantes escasos son el meollo de la existencia». Acaso por esos instantes ronden la felicidad, también escasa… y la fotografía.

 

Los árboles y la fotografía

© José Manuel Navia, para el nº 257 de la revista LITORAL: “El árbol”

       No deja de ser curioso que a este humilde fotógrafo le encarguen un texto sobre los árboles y la fotografía, teniendo en cuenta que desde hace ya más de cinco años decidí venirme a vivir con mi familia a estos páramos de la Alta Mancha, conocidos como la Mesa de Ocaña, desde los que hoy escribo. Un territorio elevado sobre la vega de Aranjuez y que es la puerta de las extensas llanuras manchegas que se abren hacia el sur al pie de las terrazas de La Guardia. El hoy olvidado escritor y caminante Ciro Bayo recorrió estas tierras hará ya cerca de un siglo: «lo que se veía era la Mesa de Ocaña, así llamada por la topografía y la abundancia del terreno; pero la impresión es tremenda para el pobre caminante que ha de ganar a pie tan dilatada llanura. (…) Así y todo, esa vasta extensión tiene su belleza, hasta diría sus encantos; son los efectos de la luz de deslumbrante intensidad».

Y si algo caracteriza a estas llanuras no es su abundancia en árboles, sino más bien todo lo contrario. Aunque ello también sea engañoso a primera vista, pues aquí y allá, unas veces sueltas y otras adehesadas o en manchas más espesas, las humildes e ibéricas encinas sombrean y humanizan el paisaje (sin contar con olivos y almendros, que ya anuncian el Mediterráneo y el sur). Encinas como aquella en la que Juan Haldudo tenía atado a Andresillo para zurrarle, cuando nuestro señor don Quijote acertó a pasar por allí y liberar al chaval… momentáneamente, eso sí, que ninguna libertad es duradera.

           Bien es verdad que no son las mesetas castellanas, o mejor aún sus pobladores, así en general, amantes de los árboles, como cantó en dolidos versos Antonio Machado: «El hombre de estos campos que incendia los pinares / y su despojo aguarda como botín de guerra, / antaño hubo raído los negros encinares, / talado los robustos robledos de la sierra». El poeta, que quiso confundir su alma con un olmo, sabía que «el campo mismo se hizo / árbol en ti, parda encina».

Pero no se trata aquí de hablar sólo de árboles ―ni de esta tierra que ahora me acoge―, sino también de fotografía. Le gusta decir a mi amigo Eduardo Momeñe que la fotografía se mueve por la superficie de las cosas, que por otra parte es lo único que podemos conocer. Pero que esa superficie aquí y allá presenta grietas o hendiduras que nos muestran algo del interior. Y acaso la gracia estriba en penetrar por esas hendiduras y querer ver más. Podríamos añadir: y también en fijarse en aquello que se eleva sobre esa superficie. Pocos elementos se elevan sobre la superficie del mundo y se muestran con la convicción y la altivez con la que se muestran los árboles. Al fin y al cabo todo lo que triunfa sobre la tierra se yergue sobre ella, aunque sea temporalmente. En Renadío, la novela del provenzal Jean Giono, Panturle, su protagonista, aparece al final erguido sobre el campo de labor, fuerte y triunfante, «hincado en la tierra como una columna», dice Giono. O como un roble, que diríamos por estas tierras.

Porque los árboles, por encima de todo y como cualquier ser vivo, se muestran; se muestran y en ello se complacen. Se muestran para ser vistos y, por lo tanto, para ser fotografiados. Hannah Arendt, en La vida del espíritu, su libro póstumo y acaso una de sus obras de mayor profundidad, se detiene a estudiar, en su primer capítulo, la idea de la apariencia. «El término apariencia carecería de sentido si no existiesen receptores de las apariencias. (…) Todo lo que es, está destinado a ser percibido por alguien. (…) Quizá no hay nada más sorprendente en este mundo nuestro que la casi infinita diversidad de sus apariencias, el enorme valor como espectáculo de sus vistas, sonidos y olores». Y no contenta con esta defensa de la apariencia, un tanto extraña a la filosofía tradicional, continúa hablando acerca del valor de la superficie, y nos cuenta cómo Adolf Portmann «demuestra que la gran variedad de la vida animal y vegetal, la riqueza de exhibición en su pura superficialidad funcional, no puede analizarse desde las teorías habituales que interpretan la vida en términos de funcionalidad». En definitiva para Arendt la apariencia es algo inseparable de la ilusión, pues «las ilusiones presuponen las apariencias como el error presupone la verdad». Y la filósofa sabe que «las ilusiones naturales e inevitables son propias del mundo de las apariencias al que resulta imposible sustraerse» y que ello «constituye el argumento más plausible contra el positivismo ingenuo, que cree haber encontrado un fundamento para la certeza al no tener en cuenta ningún fenómeno mental y aferrarse a los hechos observables».

Nosotros, que no somos positivistas ingenuos y sí amantes de ilusiones y apariencias, ―pues ¿qué es si no la fotografía?―, sabemos ahora que los árboles no sólo están ahí para cumplir con sus funciones biológicas, sino que están ahí para mostrarse, para que los veamos ―los fotografiemos― y eso, que es un hecho, es también una ilusión cargada de significados. Desde las imágenes de Fox Talbot en los albores de la fotografía, los árboles han estado en el punto de mira de los fotógrafos. Fue este inglés quien fijó las primeras leyes de nuestro lenguaje al inventar el sistema negativo-positivo y así traer al mundo la fotografía como un medio de reproducción que permitía hacer ilimitadas copias de un negativo original, mal que les pese a muchos artistas, curadores y otros individuos de su especie, que se empeñan en hacer obras únicas o limitadas de lo que por definición son gozosas copias al alcance de los más y no de los menos. Otra historia habría sido si se hubiesen impuesto aquellos bellos, venenosos e irreproducibles daguerrotipos franceses… como, por cierto, sí se han impuesto ciertos filósofos franceses ―Derrida, Foucault, Deleuze y otros―, no sé si también venenosos, pero sí que al menos, con su negación de la autonomía del sujeto y sus ideales estetizantes y aristocráticos, han dado cobertura teórica a tanta modernidad, posmodernidad o lo que toque. (Para los interesados en continuar por este camino, véase el libro del profesor Eduardo Álvarez: Vida y dialéctica del sujeto. La controversia de la modernidad.)

Pero Fox Talbot, este Gutenberg de la imagen, vino a hacer fácilmente reproductibles, es decir, asequibles y cercanas, las imágenes fotográficas del mundo, que es tanto como decir las de nosotros mismos (y así dio pie un siglo después, sin poderlo imaginar, a algunos de los ensayos más jugosos de Walter Benjamin). Y Talbot, que además de padre de la técnica fue un magnífico fotógrafo, ¿qué es lo primero que pensó en hacer con esas imágenes? Pues ¡libros!, como no podía ser de otro modo. Y entre ellos uno, el primero, llamado The Pencil of Nature. Así nacía la fotografía: en forma de libro… ¿podríamos decir: para ser leída?

Fijémonos, por ejemplo, en las imágenes de árboles en su desnudez invernal, con los huesos de sus esqueletos a la vista. Observen las fotografías de André Kertész, de Harry Callahan o de Frank Horvat, indiscutibles maestros. Hay una característica que une a estas imágenes tan distintas entre sí y a algunas más: para resaltar aún más la estructura de los árboles, éstos han sido fotografiados no sólo desnudos, sino recortados sobre la nieve, acentuando con ello el minimalismo de la imagen y el grafismo casi verbal de sus troncos y ramas.

Más en concreto, me quiero detener en la imagen del húngaro André Kertész tomada en Nueva York en 1954, en Washington Square. El fotógrafo había llegado a esa ciudad el 15 de octubre de 1936, acompañado de su mujer, Elisabeth. En realidad nunca se sintió cómodo en los Estados Unidos (su pasaporte de origen no le ayudó durante la guerra) y ni siquiera se llegó a manejar bien en inglés, aunque vivió allí hasta su muerte en 1985, ya bajo nacionalidad americana. Tanto es así que en 1984 hizo donación al estado francés de todos sus negativos. Francia había sido su patria de adopción y, sobre todo, su patria intelectual. Sin dejar de ser húngaro (a veces pienso que sin Hungría se perdería una parte importante de la historia de la fotografía europea), fue en París donde trabajó con mayor intensidad e ilusión, donde se definió su mirada y donde produjo en no muchos años una parte fundamental de su obra. Por cierto, lo hizo sobre todo trabajando para revistas y editoriales, y muy especialmente para la mítica revista Vu, a las órdenes de Lucien Vogel. Así lo siguió haciendo durante toda su vida, y así lo harían después otros muchos fotógrafos, como Diane Arbus, por ejemplo, en ese mismo Nueva York. A Kertész le tocó vivir un momento fascinante, el del nacimiento de una intensa relación entre las imágenes y el mundo editorial, un verdadero matrimonio entre la fotografía y la prensa, al que ambas parecían predestinadas casi desde su nacimiento, a la espera tan sólo de que los adelantos técnicos permitiesen reproducir las fotografías con suficiente calidad en libros y periódicos. Un matrimonio que cuajó en la Europa de los años veinte y luego se desarrolló con tanto éxito también en América. Un nuevo modo de trabajar que suponía que los fotógrafos ya no sólo vendían sus obras, al modo de los pintores, sino que pasaban a ser considerados autores y, al modo de los escritores, cobraban por los derechos de reproducción de sus fotografías (algo que en nuestros días parece andar un tanto desmejorado, al menos en lo que a la prensa se refiere…). Por esa época otro húngaro, Brassaï, que inicialmente había acudido a París a ganarse la vida con la pluma, trabó relación con Kertész e, influido por él, terminó haciéndose fotógrafo.

Lo que impresiona de Kertész es su coherencia visual a lo largo de toda su vida. Cómo su estilo va evolucionando lentamente, madurando, como el de los verdaderos maestros… ¡Cuánta fotografía encierra la obra de este hombre! Acaso esa imagen tan simple y poderosa de un tenedor apoyado en un plato sintetice buena parte de lo que pretendo decir. Kertész nunca pareció querer ocupar ningún lugar destacado, o no se lo concedimos. Su nombre nunca es citado entre los primeros, pese a que, cuando surge, siempre decimos: ¡Oh sí, Kertész! ¿Cabe mayor injusticia? Pero los fotógrafos, o al menos un tipo de fotógrafos, tenemos contraída con él una deuda infinita, no sólo con su fotografía, sino también con su modo de entender el oficio de la fotografía. Al observar esa imagen de los árboles recortados sobre la nieve de Washington Square (atención a esa presencia humana que, siempre tan discreta como necesaria, se materializa en muchas de sus fotografías, cuando éstas no son directamente retratos u objetos); cuando vemos esta imagen y la comparamos con algunas de similar estructura tomadas en el París de los años veinte y treinta, nos damos cuenta de que su mirada es la misma y, aunque zarandeada por el tiempo y las vicisitudes, ahí está, como debe estar la voz en el poeta. Los largos años en Nueva York, en los Estados Unidos, en un territorio de tanta fuerza visual y bajo la influencia de la fotografía americana, sin duda la más potente que nunca ha existido, no le hacen otro fotógrafo, como probablemente tampoco le hacen otra persona. Tan sólo la muerte de Elisabeth, en 1977, fue un golpe imposible de superar.

Y junto a los árboles, la nieve. Ese elemento que, en su mansedumbre, quisiera ser a la vez memoria y olvido. La nieve, sobre la que Gustavo Martín Garzo ―al hilo de unas fotografías tomadas por mí en una provincia de Cuenca cubierta de blanco― ha escrito: «Eso simboliza la nieve, lo que no puede decirse». Quizá la fotografía toda también anhela eso: lo que no puede decirse.

Acerca de la eterna (y feliz) confusión en torno a la fotografía

© José Manuel Navia, para el nº 250 de la revista LITORAL: “Escribir la luz”

La invitación de la revista Litoral para colaborar con este artículo me ilusiona especialmente, tanto por el hecho de que tan prestigiosa publicación decida dedicar un número monográfico a la fotografía, como porque, tratándose de una revista de literatura, sus editores hayan entendido que la fotografía en sí misma puede tener un lugar en sus páginas; por una vez no el generoso papel de acompañante que la caracteriza, sino el de protagonista. Mucho se ha escrito acerca de la hermandad entre palabras e imágenes; soy de los que sienten que la fotografía mantiene un vínculo mucho más estrecho con la literatura que con cualquier otro medio de expresión, incluida la pintura, pese a ser su hermana pequeña, heredera... o el parentesco que cada uno quiera atribuirle. Y eso que quien esto escribe lleva recibiendo la gozosa, decisiva y muy cercana influencia de la pintura durante más de media vida. Pero podríamos decir que ambos medios, literatura y fotografía, comparten en cierto modo algo esencial, la materia prima con la que ambos trabajan o de la que se nutren: el tiempo. Ya sé que esa vinculación con el tiempo puede ser reivindicada por el arte en sentido genérico, por cualquier artista... y por cualquier persona en definitiva. Pero la intensidad –me atrevería a decir esencialidad– que alcanza en la fotografía, que ante todo es tiempo, sólo tiene para mí parangón con lo que ocurre en literatura. De ahí la casi brutal relación de ambos medios con la memoria, con el recuerdo y el olvido... o con la luz y la sombra, como magistralmente intuyó en unos versos el malagueño Manuel Altolaguirre, traído a esta revista que fue su casa: “El que espera y olvida / siempre goza de la luz / porque el olvido es blanco. […] El que recuerda y teme / siempre vive en la noche / porque el recuerdo es negro.”

Dejo que sea un fotógrafo, Ferdinando Scianna (impregnado hasta el tuétano de la cultura y la amistad de otro siciliano como él, Leonardo Sciascia), quien nos acerque a este modo de entender la fotografía: “Mi concepción de la fotografía se centra en la idea del relato y de la memoria. Lo mismo que sustenta la literatura. Esta consideración resulta provocadora para la deriva de la noción de fotografía en la cultura contemporánea. La fotografía fue históricamente vivida y pensada como instrumento de documentación y testimonio. Sirvió para guardar nuestra memoria, la huella del tiempo que corre inexorable. Era escritura de la realidad. Hoy ha mutado su concepto central. Se mira, se muestra y se usa la imagen fotográfica como cualquier objeto estético. Se exige un acercamiento a ella igual al que requiere un cuadro.” Scianna hace esta reflexión en una entrevista reciente, desde sus 66 años, con cierta añoranza no exenta de amargura. Pero esta noción de lo fotográfico no es algo periclitado –aunque haya ciertos intereses empeñados en ello–, sino que goza de plena vigencia para fotógrafos de muy distintas edades, muchos de ellos jóvenes e incluso muy jóvenes. La fotografía, ese “paroxismo de la mirada, arte cotidiano y dificilísimo de mirar las cosas con los ojos abiertos”, sobre la que un día escribió Antonio Muñoz Molina, comparándola con la “hipóstasis de la voz” que es la literatura, para concluir que “La literatura da cuenta del mundo inventándolo; igual hace la fotografía, es decir, la mirada.”

Líbreme Dios de querer suscitar aquí polémica con otras interpretaciones distintas de lo fotográfico, con otros usos más ligados al lenguaje y al mercado del arte contemporáneo, por ejemplo. La grandeza de la fotografía es que desde su origen humilde y sus escasas exigencias, sirve para todo y para todos (bien sabía lo que hacía Pierre Bourdieu cuando ya en los años 60 la consideró Un arte intermedio). Sin ella el cine no existiría, y la medicina o la ciencia no habrían alcanzado su espectacular desarrollo, por citar sólo un par de ejemplos. Pero quiero reivindicar esa noción de lo fotográfico que es de algún modo la troncal, la que ha hecho de la fotografía un medio autónomo, único y distinto de los demás, capaz de dotarse de una narración propia y de una historia. Algo que no es ni mejor ni peor, ni más ni menos importante, pero sí distinto. Y que ya intuyó con clarividencia Walter Benjamin a finales de los años veinte analizando las obras de Atget y de Sander. Es un concepto de fotografía que sirve para todas las fotografías, desde las que se guardan en una caja familiar hasta las que aparecen en un periódico, un libro, la pantalla del ordenador, o se cuelgan en la pared de una galería o un museo. Como dice el fotógrafo y profesor estadounidense Stephen Shore: “Todas las copias fotográficas poseen cualidades comunes. Esas cualidades determinan la manera en que el mundo que se despliega ante la cámara se convierte en fotografía, y además conforman la gramática visual que nos permite dilucidar su significado.”

En definitiva, para muchos de nosotros la fotografía es y sigue siendo, ante todo, mirada, el ejercicio de la mirada. Y su resultado siempre es un rectángulo o cuadrado bidimensional definido por sus bordes, sea una cartulina o una pantalla. La fotografía contiene algo que se parece al mundo, pero no es el mundo, aunque pertenece a él. Y desde este punto de vista, yendo ya a lo que se supone que es el motivo central de este artículo, el paso del soporte argéntico (por usar el término preciso adoptado en Francia) al digital es sin duda un cambio muy importante, pero acaso no tan sustancial como quisieran hacernos creer.

Otra cosa es lo que me gustaría denominar cariñosamente el aterrizaje – plácido o forzoso– de los artistas plásticos en el soporte fotográfico, incentivado sin duda por estos cambios tecnológicos que tanto han facilitado las cosas. El tema es apasionante, y entre los resultados de este acelerado proceso encontramos trabajos interesantes y otros muchos no tanto… como siempre. Pero al hilo de estos cambios, los más modernos críticos, teóricos, curators, directores de instituciones, y no pocos autores, se apresuran con ahínco a decretar la muerte de la fotografía como tal y a encerrarla ahí, embalsamada en archivos y museos, en viejas publicaciones, como algo del pasado ligado a las sales de plata (no tanto a la luz, ni siquiera a la cámara oscura, curiosamente.) A partir de ahora, nos dicen, la fotografía no es más que otro soporte al servicio del artista… El arte lo ocupa todo y muchos quieren ser artistas. "¡La pintura ha muerto!", gritó el pintor historicista Delaroche cuando contempló el primer daguerrotipo. ¡La fotografía ha muerto!, nos dicen ahora... En fin, ni mi condición de mero fotógrafo ni mis escasos conocimientos me animan a transitar demasiado por este jardín lleno de trampas. Tan sólo, para los interesados, me gustaría dejar aquí tres apuntes. Primero: recomendar el artículo publicado en el New York Times por el crítico Philip Gefter en abril de 2005, de revelador título: “Las fotografías, nuevos objetos de prestigio con precios acordes”. Segundo, al hilo del anterior: reflexionar sobre el uso y abuso de los grandes formatos, más cercanos a los códigos de la pintura y el museo, y necesarios para dotar a obras en ocasiones vulgares y fotográficamente pobres, de estatus y valor. Y tercero: recordar, como le gusta hacer a mi buen amigo Eduardo Momeñe, que una gran parte de las obras maestras de la historia de la fotografía fueron hechas por fotógrafos que sólo pretendían ser fotógrafos y hacer fotografías, nada más... y nada menos. Pero si hablar con insistencia a veces estomagante de arte y artistas es un síntoma de lo más cool, también lo es hablar del mercado: si todo es arte, más aún todo es mercado; esto sí que son palabras mayores. ¡Cómo tan rutilantes astros no iban a hacer por encontrarse en la galaxia de la modernidad! Menos mal que el maestro Julio Caro Baroja nos enseñó que nada es menos contemporáneo que lo moderno.

En definitiva, que la fotografía en soporte digital ya lleva un tiempo con nosotros y parece que llegó para quedarse, que las chicas y los chicos quieren ser artistas (como cantaba Conchita Velasco "Mamá, quiero ser artista / ¡oh! mamá, ser protagonista..." allá por los años 80), y que pese a todo, los fotógrafos seguimos haciendo fotos, porque para nosotros la fotografía es un modo de estar en el mundo, de pertenecer a él y hacerlo nuestro. Y porque, al fin y al cabo, en literatura por ejemplo, ¿cuántas veces se ha dado por muerta a la novela?

Quisiera establecer aquí una diferencia, que no implica ningún juicio de valor, entre los fotógrafos y aquellos artistas que se sirven de la fotografía. Para los primeros lo fundamental es la mirada, el acto fotográfico en sí, la relación con el mundo a través de la cámara; y las imágenes son la grata –o ingrata– consecuencia de ese proceso. Para los segundos la obra, la imagen acabada es, desde el principio, el objetivo de dicho proceso, y todo se conduce y planifica en función de ese resultado final. Ello no quita que tanto las obras de unos como las de otros puedan ser consideradas –o no– obras de arte o productos artísticos; pues el que un trabajo pueda ser elevado a categoría de arte, al final dependerá más de sus calidades en sí que de las ganas de ser artista de su autor. Por lo tanto, soy de los que piensan, como Paul Strand, que más vale dedicar todas nuestras energías a hacer nuestro trabajo lo mejor que podamos. Para quienes se sienten fotógrafos, “la cámara es un instrumento de detección”, en palabras de Lisette Model, la maestra de Diane Arbus ,“fotografiamos lo que vemos y lo que no vemos... cuando apunto a algo con la cámara, estoy haciendo una pregunta y a veces la fotografía es la respuesta... En otras palabras, no trato de demostrar nada. Soy yo quien recibe la lección.” Así, podemos afirmar que una fotografía no se hace, sino que se resuelve; es algo distinto de un dibujo, una pintura, una instalación o cualquier obra en la que se parte del papel en blanco o del espacio vacío. Para el fotógrafo, a diferencia de otros autores, el trabajo no consiste en poner, en añadir, sino más bien en quitar, en elegir. El fotógrafo no crea. La que crea la imagen en sentido literal es la cámara sobre un soporte sensible a la luz; se trata de un procedimiento mecánico (de aquí la importancia del elemento técnico en fotografía). El fotógrafo debe conocer y utilizar esa técnica para enfrentarse al mundo, un todo que en cierto modo es un caos, y dotarlo de un sentido gráfico. Fotografiar consiste en resolver ese problema por la vía de la selección. Se trata de hacer nuestro el mundo mediante una gramática visual que lo haga fotográficamente inteligible.

Por ello, podemos afirmar que la fotografía es un lenguaje que nos habla del mundo, pero que en ningún caso es copia de la realidad. Como antes decíamos, la fotografía pertenece al mundo pero no es el mundo; es decir, la única realidad de la fotografía es la propia fotografía. Decía Garry Winogrand –recordando a Model– que fotografiaba porque sentía curiosidad por saber cómo se vería el mundo en la fotografía. Se dice que la imagen es huella de la realidad cuando es fruto del ennegrecimiento de las sales de plata por efecto de la luz a través de la cámara oscura, pues de algún modo la propia realidad se habrá grabado a conciencia y de forma indeleble en la emulsión. Esta idea de la huella, tan grata a los semiólogos, parece que de algún modo nos garantiza la veracidad de lo fotográfico. Sin embargo ahora, con el soporte digital, es como si la imagen no se quedara impresionada de verdad en el conjunto sensor/tarjeta de memoria, y no hubiera huella. Y, sobre todo, al descomponerse en píxeles, sería tan fácil de alterar que ya no le quedaría a la fotografía ningún viso de verosimilitud. Pero es precisamente esa función notarial de la realidad la mayor trampa y mentira de la fotografía, no ahora, sino a lo largo de toda su historia. No pocos autores la han estudiado, y empezando por los casi ingenuos retoques de las fotografías oficiales del régimen soviético, de las que iban desapareciendo distintos líderes a medida que caían en desgracia, podríamos llenar varios artículos como este. Sirva citar a Joan Fontcuberta, que, además de su magnífico trabajo como divulgador, ha dedicado y dedica –ahora en digital– buena parte de su obra a desenmascarar las trampas de la fotografía, con brillantes intuiciones y no poco tino. Sobre ese peligroso aserto de la supuesta verdad de lo que aparece en la foto, se han perpetrado, por ejemplo, algunos de los más flagrantes abusos dentro del ámbito del reporterismo más combativo o de denuncia, que ha terminado sometiendo la realidad a una dramatización más o menos brutal amparado en la coartada de las buenas intenciones. Ah, y claro que para mí también la huella es importante, pero más que la que quede registrada en la película o en la tarjeta, la que queda grabada en nuestra memoria.

En el afán de algunos teóricos –sobre todo europeos– por negar el pan y la sal, les hemos oído recurrir incluso a argumentos etimológicos para decir que la palabra fotografía ya no sirve para la era digital, e incluso proponer algún nombre como digitografía. ¡Ahí es nada! Tendremos que recordar una vez más, como nos enseñan los más elementales textos, que foto-grafía proviene de dos palabras griegas, y significa pintar o escribir con luz. Y si ello es así ¿por qué diablos las sales argénticas son condición indispensable? ¿Acaso no nos servimos también de la luz con la cámara digital y obtenemos imágenes? En realidad ni la cámara es indispensable; bien lo sabía Man Ray con sus rayogramas. Podríamos ahora iniciar pesquisas con físicos y químicos para dilucidar si la transformación molecular que se produce en la emulsión por acción de la luz, es en mayor o menor medida comparable con la que se produce en los píxeles de los sensores y el silicio de las tarjetas a nivel atómico... No sé por qué, este camino me recuerda aquella maravillosa discusión en los primeros años de los ordenadores acerca de si los escritores debían o no trabajar con lo que entonces aún algunos llamaban computadoras, y cómo les afectaría. Hoy produce un cierto sonrojo recordarlo. ¡Claro que el medio, desde entonces, habrá influido en el estilo, en el lenguaje; como otros muchos factores! La herramienta siempre condiciona el resultado, y no haremos las mismas fotografías trabajando en digital que en argéntico, como tampoco las haremos trabajando en blanco y negro o en color, o pasando de la cámara de 35 milímetros a otra de 6x6 o de placas. En nuestras manos sigue estando hacer la fotografía que queremos hacer y no la que nos impongan las modas, el mercado o los fabricantes de aparatos. Ya sé que no es fácil, pero nunca lo fue.

Para mí, como fotógrafo, tuvo mucha más trascendencia la decisión de abandonar el blanco y negro para trabajar sólo en color (de ello hace casi treinta años), o mi primer trabajo en Marruecos en otoño de 1991, que marcó un antes y un después en mi manera de ser fotógrafo (y de estar en el mundo), que lo que supuso en 2006 el paso al digital. En la España de principio de los 80 el prestigio del blanco y negro aún era indiscutible, y quienes nos lanzábamos al color teníamos que hacernos sitio como podíamos. El digital, precisamente por su gran versatilidad, nos permite acercarnos a los resultados deseados, y nos abre nuevos caminos, pero en todas esas posibilidades, esa facilidad, está también el peligro. Nadie nos obliga a cambiar nuestro propio lenguaje. Se trata de seguir siendo fotógrafos si queremos serlo, y no de enredar con el juguetito. De seguir ejerciendo el oficio con el mismo rigor y el mismo respeto por los materiales, sean estos los que sean. Quien no era pictorialista antes no veo por qué tiene que convertirse ahora en neopictorialista digital, neologismo casero acuñado a medias entre el diseñador Roberto Turégano y un servidor. Hay quienes trabajan como si los fabricantes tuvieran el poder de obligarles a utilizar todas las posibilidades que brindan sus artefactos... Aún recuerdo de chaval la cara y la exclamación de mi madre ante el gran botón programador de la primera lavadora superautomática que entró en casa: "¡Pero voy a tener que usar todos esos números!" La verdad es que ¿quién de nosotros ha usado más de dos o tres programas de los muchos que tienen nuestras lavadoras?

Leí hace pocos días, en un diario nacional, una entrevista a David Remnick, director de la revista "The New Yorker" y premio Pulitzer. Ante la insistencia de su joven entrevistador, un periodista al parecer fascinado con el nuevo periodismo digital, este americano de 51 años nada ajeno a las nuevas tecnologías por cierto, se vio obligado a contestar "Prefiero que hablemos largo y tendido de Ana Karenina que del cacharro que le sirva para leerlo", añadiendo que si el lector quisiera leer la revista en una lata de refresco, él la pondría ahí, pero la calidad de los contenidos seguiría siendo lo más importante. Otra cosa es que lo digital no sólo es un soporte, sino que empieza a ser una civilización, y este es el verdadero cambio, que no sólo ni principalmente atañe a la fotografía, sino al mundo que nos toca vivir. La sociedad del espectáculo que ya anunció Guy Debord en los sesenta va alcanzando las más altas cotas aupada por la tecnología... A primeros de septiembre, Mario Vargas Llosa (quién me iba a decir que lo citaría aquí como Premio Nobel), en una entrevista para El Cultural, alertaba acerca de los peligros de esta nueva civilización, en la que hay algo maravilloso, aspectos muy positivos, pero en la que predomina la cosa leve, ligera, pasajera, pues la manera de llegar al gran público es apuntar a lo más bajo. Decía que lo electrónico tiende a introducir la facilidad, a destacar el entretenimiento rápido, como en la televisión. Y se mostraba pesimista: "La pantalla va a frivolizar y banalizar extraordinariamente la cultura. [...] La estupidez ha entrado masivamente, apoyada además por una tecnología punta. [...] Si algo puede defendernos de ese fenómeno de la frivolización, que es el fenómeno cultural más importante de nuestro tiempo, es leer a Tolstoi, a Víctor Hugo, a Joyce, el Quijote..."

En nuestras manos está seguir luchando por ser el fotógrafo que queramos ser, y que nuestras fotografías, en la cartulinita de siempre o en el monitor, sigan surgiendo de algo profundo, del respeto a los demás, a la realidad, al oficio y a nosotros mismos. En nuestras manos está no contribuir a ese clic, clic, clic... fácil, alocado y universal que está llenando el mundo de fotos de usar y tirar (y muchas veces de ni tan siquiera usar). En nuestras manos está resistirnos a esa banalización, acudir al consuelo de los verdaderos maestros –los Tolstoi, Joyce y Cervantes de nuestro oficio– y confiar en que siempre encontraremos algún eco que responda a nuestra voluntad inquebrantable de fotógrafos, ya que, como me repetía mi abuela Ana de niño: siempre habrá un roto para un descosido. Al fin y al cabo, parece que Delaroche felizmente se equivocó.